Jorge Carrera, los haiku y los días de Japón (III Parte)

Gracias por estar aquí. Es tiempo de continuar, habíamos avanzado en las dos primeras partes de la historia que relató el poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade sobre los años de estadía como Cónsul General en Yokohama.
Si no leyeron la introducción y las dos primeras partes, sigan estas pistas:
primera y la introducción –si acaso necesaria-la pueden encontrar siguiendo este enlace: Jorge Carrera, los haiku y los día de Japón (I Parte).
Jorge Carrera, los haiku y los día de Japón (II Parte).



Gomenasai: tres años en el Japón
(III Parte)

(…)
    –De todas maneras, murmuró Kobuchi, la policía cumple con su deber, y como usted se defenderá, queremos conocer la marca de su revólver.
Era tan mal hilvanado el asunto que, con una evasiva, lo di por terminado, y acompañé hasta la puerta a Kobuchi, cuyas miradas oblicuas apenas podían ocultar su desconcierto.
Después de madura reflexión llegué a algunas conclusiones aceptables. Furuya-san era un pretexto. No había escrito carta alguna. La policía quería saber si yo estaba armado y las características del arma, con el fin de intentar uno de esos “suicidios” clásicos que liberan de toda responsabilidad a los verdaderos autores. Mi salud dependía de mi habilidad en hacer creer al enano Kobuchi que el revólver existía realmente y ganar tiempo, ofreciendo darle a conocer la marca sin llegar nunca a satisfacer su deseo.
A fines de abril, nubes de flores de cerezo, de un color rosado, eran arrastradas por el viento sobre los jardines y los senderos. Mayo añadió a ese color la música persistente de los grillos que parecían multiplicarse por todas partes. Había aún mercados en donde se vendían esos insectos en jaulas diminutas de madera. La amah-san trajo su grillito enjaulado y lo puso en una habitación de la casa, explicándome que con ese hecho habíamos ganado la protección de uno de los centenares de dioses que pueblan el cielo japonés. Este culto del grillo armonizaba con el arte floral o Ike-bana, que consistía en composiciones de flores y ramas, en sabias combinaciones de colores, formas y planos, simbolizando pensamientos teológicos, astronómicos y cosmogónicos. No dejó de hacer vibrar mi fibra poética el conjunto del insecto cantor, la rama florida y el incienso religioso y doméstico.
Con los primeros calores del verano, que suele ser húmedo y sofocante en Yokohama, nos refugiamos en una aldea fresca y risueña, Karuizawa, situada junto al cráter de un volcán extinto, el Asama, no tan perfecto como el Fuji-san o Señor Fuji como le llaman sus adoradores nipones, pero circundado de hermosos bosques y otros lugares de excursión. Con mi mujer y mi hijo permanecía nuestro perro guardián en la casita japonesa que habíamos alquilado para toda la estación, mientras lo bajaba a Yokohama todo los días para cumplir mis tareas consulares y regresaba a la caída de la tarde.
Descansábamos una noche tranquilamente, en la alcoba situada en el segundo piso de la casa, cuando el perro comenzó a gruñir y ladrar furiosamente despertándonos. Inmediatamente prendimos las luces y nos lanzamos escalera abajo, precedidos por el perro que entró en acción atacando a dos hombres escondidos en la sombra. Los intrusos saltaron por la ventana y desaparecieron en la noche.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, sonó el teléfono con extraña urgencia. Era Manabe-san que me llamaba de Yokohama y, con voz entrecortada, me informaba que mi casa había sido registrada enteramente en la noche anterior y todas las cosas estaban desparramadas en el suelo. No sabía quienes eran los autores del hecho y posiblemente se trataba de un robo, por lo cual me rogaba ir lo más pronto posible. Dos horas más tarde pude comprobar la veracidad de la información de mi secretario, quien hablaba animadamente con dos oficiales de policía, uniformados y provistos del tradicional sable.
Manabe-san demostraba una extrema nerviosidad en sus ademanes, al enjugar el sudor de su frente y al recoger los objetos y ponerlos en orden. Los oficiales de policía dialogaban con un extraño gesto y algo había en su figura que me evocaba la escena de la noche anterior en la casa de campo.
    –Dígales que ayer dos forajidos asaltaron mi casa en Karuizawa, le ordené a Manabe-san.
Sin mostrar la menor sorpresa ni curiosidad por este hecho, el secretario tradujo mi frase y los dos policías la escucharon sin comentario alguno. Todo los objetos colocados nuevamente en su sitio, se vio que nada faltaba, por lo cual no pude formular una denuncia por robo, pero sí expresé mi protesta por la violación de la inmunidad de que gozaba el Consulado General, representación legítima y única del Ecuador en el Imperio del Sol Naciente, ya que estaba bien claro que mi residencia y las oficinas habían sido registradas, acto del cual tenían la responsabilidad las autoridades niponas. Los policías ajustaron su cinturón con el gran sable, hicieron las tres genuflexiones de estilo y salieron acompañados de Manabe-san. Por la ventana pude ver la figura enana del señor Kobuchi que esperaba en la calle.
Los inconvenientes y las privaciones de la guerra se dejaban sentir en el Japón con mayor intensidad cada día. La policía había dictado disposiciones para el black-out de la ciudad, en previsión de posibles incursiones aéreas, y había duplicado sus servicios de información y vigilancia, con la cooperación de los civiles. Un oficial de policía en uniforme, con su sable que parecía estorbarle, se presentaba infaltablemente al atardecer en la cocina de mi residencia y formulaba preguntas al personal de servicios mientras saboreaba el “honorable té”. Como las costumbres niponas prohiben al amo de la casa entrar en la cocina, tuve que resignarme a aceptar la intrusión abusiva, al igual que todos mis colegas que recibían la visita vespertina del agente de la ley.
La guerra cercana originaba espectáculos extraños en los puertos, a la llegada de los barcos de China. Numerosos desfiles de mujeres del pueblo vestidas de blanco –el color de luto en el Japón- agitando banderitas de papel, en cuyo centro campeaba el sol rojo del Imperio, se dirigían a los muelles donde recibían millares de cajitas de madera numeradas que contenían las cenizas de los soldados caídos en el frente de batalla. La distribución de ese correo de la muerte casi siempre coincidía con la noticia de alguna victoria japonesas. La toma de Hankaw se tradujo en el arribo de un mayor número de cajitas, destinadas a guardarse en el santuario de Shoconsha o Yasukuni-jinja, construido sobre una colina de Tokio. Desde mi automóvil pude mirar una inmensa muchedumbre de mujeres que corrían gritando “¡Banzai! ¡Banzai!” mientras agitaban sus banderitas de papel.
Al mismo tiempo, salían de las estaciones los trenes cargados de soldados, con rumbo al Mar de la China, para ser luego conducidos al frente. Manabe-san, con otros millares de jóvenes, fue llamado al servicio militar. En cuarenta y ocho horas estuvo preparado, vistió el uniforme y se despidió recomendándome para su puesto de secretario a Sasamoto-san, cuyo aire marcial delataba su formación en el ejército.
Los extranjeros sentían también la pesada atmósfera de la guerra. Los coreanos, encargados en el Japón de todas las faenas inferiores, se mostraban inquietos y recelosos. La clase militar japonesa rebosaba de orgullo por sus triunfos. El periódico “Asahi-Shinbun” anunció un día que las fuerzas armadas niponas habían atacado con éxito Nomohán, en Manchukuo, destruyendo en el suelo por sorpresa más de mil aviones rusos. Mi amigo, el profesor de la Universidad de Tokio, me dijo: “Ahora no hay nada que pueda detener a los militaristas. Veremos una política de represión en lo interno y de agresividad en lo internacional. Dominada la China, le tocará el turno a otra nación, para lo cual le ayudarán las potencias del Eje”. La opinión del Cónsul General de los Estados Unidos, en nuestras conversaciones confidenciales, era semejante, con el aditamento de que, según él, la próxima nación atacada podría ser su patria. No coincidía con ese pensar el Embajador norteamericano Joseph Grew, siempre optimista y confiado en la potencia económica de su país, que le hacía invulnerable. En nuestras reuniones con el general Aguilar, el Embajador Borda Roldán, de Colombia, el Cónsul General de Chile, Jorge Roselot, el Consejero de la Embajada de Brasil, Ruy Guimaraes, el Cónsul General de Venezuela, Carlos Rodríguez Jiménez, el escritor Shutensak (sic), el escultor español republicano Serra Güell y otros amigos, comentábamos la situación mundial y nuestras conclusiones coincidían casi siempre: Tarde o temprano, el Japón atacará a Estados Unidos, ya que, desde el punto de vista geopolítico, tal hecho favorecerá los planes del Eje.
La inteligencia bien informada y el juicio certero de Borda Roldán contrastaban con la palabra fogosa y llena de color de Ruy Guimaraes, hombre de ingenio, conversador insuperable “que había leído todos los libros”; pero el pensamiento de ambos coincidía en lo referente al panorama mundial. Rodríguez Jiménez añadía su conocimiento de los japoneses, con cuya cultura simpatizaba hasta el extremo de vestirse como ellos, hablar su lengua y dirigir una revista “Asia-América” para fomentar las relaciones culturales de esas dos regiones del mundo. Roselot nunca llegó a engañarse acerca de las intenciones de la “clique” militar dominante que preparaba una tremenda aventura, a espaldas del pueblo japonés, sumido, disciplinado, laborioso.
En esos días llegó al Japón una Misión Peruana, presidida por un antiguo Ministro de Estado, el General César de la Fuente, y compuesta de más de treinta personajes militares y civiles que fueron recibidos por el mundo oficial nipón con grandes honores. El jefe de la Misión, en un banquete ofrecido en el Hotel Imperial de Tokio, expresó la simpatía del Gobierno del Perú a “la campaña civilizadora del Japón en China”. Tan rotunda declaración me produjo inquietud por mi país, ya que en esas palabras veía claramente que los militares peruanos ardían en deseos de imitar las hazañas de sus congéneres japoneses y, en el caso de una guerra de estos últimos contra los Estados Unidos, el Ecuador adquiría una importancia estratégica de primer orden por su situación geográfica con respecto al Canal de Panamá. Se dijo que la Misión Peruana había hecho negociaciones de compra de armamento, lo cual era muy probable ya que existía un comercio intenso entre los dos países, unidos por una línea directa de vapores que hacían el recorrido entre Yokohama y el puerto peruano de Paita. Vi el peligro próximo que se cernía sobre mi país y me apresuré a informar a mi Gobierno sobre las actividades de la extraña Misión.
La guerra era como un tifón de septiembre que barría ciudades y campos, arrancando de raíz miles de árboles y haciendo volar las techumbres en el aire polvoriento. Los lugares de diversión estaban desiertos y, fuera de las casitas de té de las avenidas principales, como la de Ginza –los Campos Elíseos de Tokio- no se notaban signos de vida. Las sesenta mil casas de cortesanas del Yoshiwara dormían deslumbradas por sus letreros luminosos. El barrio de Omori, con sus mansiones servidas por geishas de alta clase, mantenían inútilmente encendidos sus faroles ornamentales, uno en cada puerta. Los magnates de Oriente y Occidente no acudían a saborear el suki-yaki y a contemplar los kimonos pintados a manos, con arte primoroso, en las danzas de las geishas, a la vez sabias y cándidas. Sólo las casitas de la vírgenes, en Tamanoi, veían los últimos visitantes de un mundo que desaparecía rápidamente bajo el estruendo de las armas.
    –Se llevaron la placa de cobre del Consulado, me informó una mañana Sasamoto-san, con su sonrisa acostumbrada.
    –¿Por qué se la llevarían? indagué.
    –Creo que la necesitaba el Comité de Recolectores de Metales para la Guerra. Ayer escribieron una carta al señor Cónsul General solicitando su colaboración en el esfuerzo bélico que requiere el aporte de todos.
    –Si van a fundir todas las placas de cobre, dentro de poco no sabremos donde están las oficinas públicas, los despachos profesionales y demás.
Me puse a pensar en una cabeza de bronce esculpida por Serra Güell. El artista catalán, agradecido por un prólogo que escribí para un original y valioso Album que reunía sus dibujos de interpretación del pueblo japonés, decidió esculpir mi busto y vaciarlo en bronce para ofrecérmelo como un recuerdo. Mi semblante metálico mostraba cierta dignidad de senador romano, insoportable para mí; pero mi esposa apreciaba altamente la obra y la había colocado en el salón de nuestras residencia. Corría el riesgo de caer en manos de los Recolectores de Metales para la Guerra, por lo cual decidimos ocultar el busto lo mejor posible en un desván de la casa. No sabemos cómo, desapareció un día y nunca más lo volvimos a ver: tal vez un aficionado al arte lo salvó de la destrucción o un patriota aumentó con ese fragmento de bronce el poder bélico del Imperio del Sol Naciente.
Todos sabíamos que, tarde o temprano, teníamos que abandonar el Japón, ya que los compromisos políticos adquiridos por ese país con las potencias del Eje, le empujaban al campo contrario a las democracias que representábamos. La noticia de que los trenes con dirección al occidente se hallaban consignados para el transporte de millares de soldados, nos confirmó en la sospecha de que esas fuerzas no estaban destinadas a China sino a las posesiones norteamericanas en el Pacífico. había sonado la hora de la partida. Algunos amigos vinieron a despedirnos a bordo de la nave canadiense “Empress of Asia”. El señor Kobuchi llegó apresuradamente con un regalo –una cajita envuelta en papel de seda- y desapareció con la misma prisa. La emoción de la despedida fue tal vez la causa de que yo extraviara la cajita del jefe de policía, lo que no sucedió con un limonero enano, ofrecido como presente por uno de mis amigos japoneses, amante de las letras. El “Gaimusho” o Ministerio de Relaciones Exteriores, me envió un funcionario de Protocolo para despedirme, lo cual era un honor para un Cónsul General. Después de una navegación sin incidentes desembarqué con mi mujer y mi hijo en San Francisco de California…”.

Hasta aquí lo escrito por Jorge Carrera Andrade y sus días en Japón. El capítulo final de esta larga historia se concentrará en la poesía de Carrera Andrade y su relación con el haiku japonés. Vuelvan por aquí, habrá dos manjares: vino y poesía.

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